sábado, 6 de abril de 2013

"El caso Münster"



Ayuntamiento de Münster


El “caso” Münster

Introducción

   Hace poco más de un mes, en la asignatura de Potugués II, la profesora nos pidió un resumen de una conferencia que José Saramago pronunció en nuestra Facultad, el 6 de noviembre de 1996, sobre su obra dramática. El comentario que hizo sobre una de las piezas que la componen, In nomine Dei[1], cuya acción se desarrolla en Münster[2], me hizo pensar. Según Saramago, se trata de una obra sobre la intolerancia, una intolerancia absurda porque como dijo el autor, “¿cómo es posible que dentro de la misma religión, en el sentido de creer en el mismo Dios, católicos y anabaptistas se atacaran con tanta e ininteligible crueldad?” Me pareció que, en el fondo, esa es la pregunta fundamental que podemos hacernos cuando pensamos en lo que ocurrió en el siglo XVI con los enfrentamientos entre protestantes y católicos, aunque lo sucedido en la ciudad alemana rebase con mucho las cotas de crueldad de cualquier enfrentamiento. He leído el libro del escritor portugués y, a pesar de que es una recreación literaria, se ajusta bastante a los hechos reales que se desarrollaron entre mayo de 1532 y junio de 1535 como veremos a continuación.

Orígenes, desarrollo y desenlace del conflicto

   Bajo la denominación de anabaptistas se englobaron tendencias, movimientos dispares, temidos y perseguidos por las ortodoxias y los poderes civiles tanto católicos como protestantes. Para Teófanes Egido López[3] tal hostilidad es comprensible si tenemos en cuenta que el anabaptismo suponía la negación de cualquier Iglesia, de Estado e incluso de sociedad civil. A juicio de Ana Sanz de Bremond[4] el anabaptismo fue la más importante de las reformas radicales surgidas en el Imperio y la única que no tiene nada que ver con la de Lutero.
   De raigambre zwingliana, era el Espíritu, comunicado directamente, sin mediaciones, el motor inspirador. Al tratarse de lo que hoy denominaríamos “sectas”, el denominador común de los iluminados poseídos por el espíritu, se cifraba en su conciencia de creerse los únicos elegidos entre todos los demás, ateos e impíos, a los que (en casos extremos y excepcionales) había que exterminar. Esta elección divina tenía que se conscientemente admitida por la fe y proclamada por el rito simbólico del bautismo, pero del bautismo adulto, puesto que el de los niños recién nacidos era, además de inválido, sencillamente inútil.
   Este bautismo maduro les dio el nombre y les ganó las antipatías de todos: los anabaptistas negaban la única posibilidad de salvación para tantas criaturas como morían prematuramente en tiempos de altísima mortalidad  infantil.
   Al margen de esto, las formas de vida anabaptistas implicaban un igualitarismo y un anarquismo sustancial traducido, en algunos casos, en comunismos precoces que, según Egido[5], “ni los poderes ni la sociedad podían tolerar”. Por eso el anabaptismo tuvo vocación de martirio y de emigración, siempre a la búsqueda de la Jerusalén ideal, del territorio de promisión huidizo donde realizar su ideal de reforma más radical y más inviable de todas, pues, junto al espiritualismo, su aborrecimiento de los poderes mundanos (lo cual no será cierto en todos los casos como veremos en el caso de Münster donde uno de sus “apóstoles”, Jan van Leiden, no dudará en proclamarse rey) los conducía a un pacifismo contrario al uso de las armas, de su fabricación, al rechazo de pago de impuestos, de compromisos de obediencia a la autoridad y de los deberes ciudadanos.
   Este movimiento reformista se originó en Zurich, en ámbitos zwinglianos, donde fue reprimido teniendo que emigrar estos “hermanos proscritos” (como los denomina Egido[6]) hacia Estrasburgo, Tirol, Suabia, Baviera, Augsburgo, Bohemia, hasta recalar en Moravia.  Estos brotes primeros de raigambre suiza eran pacifistas convictos; su proyecto se cifraba en la transformación personal. Pero no tardaron en formarse en el exilio y en los refugios programas mucho más radicales, empeñados en transformar no solo a las personas sino también a la sociedad. Uno de sus sectores se aferró al milenarismo[7] apocalíptico, a la idea de la proximidad del fin del mundo depurador y creador de otro, el de la Jerusalén celeste (pero en la tierra) soñado por ellos. Estaba dominado por el peletero Melchor Hoffmann, que actuó en Estrasburgo y se presentaba como profeta Elías hasta que fue apresado y condenado al calabozo en el que moriría diez años más tarde. El centro de acción se trasladó entonces a los Países Bajos, foco de propaganda hofmanita, dirigido por el panadero de Haarlem Jan Matthys.  Este anabaptismo no se limitó a la esperanza, más o menos impaciente, de la llegada sobrenatural del reino de Dios: el reino debía imponerse por la espada,  por la violencia.

   Pero fue en la ciudad de Münster donde los anabaptistas hicieron su gran “ensayo”[8] El anabaptismo holandés era sustancialmente proselitista y su profeta Jan Matiz pródigo en enviar emisarios por todos los contornos. Cuando estos llegaron a Münster pudieron apreciar que la ciudad episcopal, con unos 7.000 habitantes, era un campo abonado para la realización del sueño anabaptista más radical. Convertida a la reforma de Lucero, su predicador Berndt Rothmann, la había entusiasmado con ilusiones milenaristas, de forma que a los emisarios holandeses les costó poco rebautizar masivamente a los fervorosos neófitos, exaltados con las profecias que el sastre Jan van Leiden decía llevar del profeta Enoc[9]. Este profeta no tardaría en llegar con sus “secuaces”, anhelosos de vivir el inminente juicio universal y final en la Nueva Jerusalén.
   La ciudad, sin católicos ni luteranos resistentes, cambió radicalmente en sus estructuras y comportamientos. Las elecciones de febrero de 1534 dieron el gobierno a los anabaptistas. Sobre el Consejo y el burgomaestre se impuso el nuevo profeta, Jan Matthys, que acabó drásticamente con cualquier asomo de contestación. El régimen “comunista” riguroso que instauró no debe desvincularse del ambiente propio de una ciudad sitiada por su propio obispo expulsado.
   En mes y medio todas las propiedades se pusieron en común, se prohibió la tenencia privada de monedas y víveres y de todo lo necesario para el abastecimiento. Además, las puertas de las viviendas tenían que estar permanentemente abiertas. Poseído por el entusiasmo del Espíritu y convencido del apoyo divino, Matthys acaudilló una de las salidas para derrotar a los sitiadores; en su intento perdió la vida.
   Le sucedió su apóstol, Jan van Leiden, y, según Egido[10], con él se alcanzaron todos los extremos imaginables de aquel “reino de los santos”. Disolvió el Consejo porque había sido elegido por hombres, mientras que él lo había sido por Dios, en cuya voz se erigió, rodeado de doce jueces como los de las tribus de Israel; decretó la poligamia[11] con pena de muerte para los que no lo aceptaran; y, en septiembre de 1534, el antiguo sastre se hizo ungir “rey del pueblo de Dios, de la “Nueva Sión”.
   A juicio de Teófanes Egido[12], el “mesias” ungido tuvo imaginación para hacer frente a desalientos colectivos en la ciudad asediada. Münster se convirtió en corte de las maravillas, proclamadas por enviados incontables en Westfalia y los Países Bajos, y en escenario de expectación ante la decisiva llegada de Dios. Las reinas y el rey servían manjares en comidas públicas; mujeres y niños se adiestraban en el uso de las armas. El monarca vigilaba con dureza la disciplina y la moral peculiar de la ciudad-ejército. Una de sus mujeres, que se atrevió a cuestionarle, fue decapitada en la plaza del mercado.
   Como el cerco arreciaba, y el obispo había logrado alianzas poderosas de señores católicos y luteranos dispuestos a acabar con gérmenes tan revolucionarios, el reino anabaptista se fue consumiendo. El hambre, cada vez más atroz, obligó a expulsar de la nueva Sión polígama y “comunista” a los consumidores menos útiles: niños, ancianos y mujeres que, en buena parte, sufrieron una muerte cruel nada más atravesar la muralla. Hasta que por fin, y por la acción de traidores que franquearon las puertas, el 25 de junio de 1535 acabó todo. Dentro de los muros se libró una batalla apocalíptica. Los responsables fueron sometidos a proceso y condenados a morir en parrillas incandescentes, todo ello en público. Sus cadáveres, tostados, siguiendo formas germánicas de tortura, se exhibieron –para escarmiento- dentro de las jaulas de hierro que colgaron durante largo tiempo en la torre de la iglesia de San Lamberto. El anabaptismo se perpetuaría, aunque ya de una forma más pacífica e interiorista, menos excluyente.

Conclusión

   Después de la lectura del libro de Saramago, In nomine Dei, y de la información recabada sobre este episodio de las reformas religiosas del siglo XVI, no queda más que compartir el asombro y estupor del autor portugués ante la codicia y crueldad del ser humano en sus relaciones con los demás. ¿Hasta dónde llega el deseo de practicar una religión que creemos justa frente a otra que consideramos injusta? ¿Es lícito quitar la vida a alguien porque piense de manera distinta a nosotros? ¿No será más bien que ponemos como pantalla la religión para luchar contra “un otro” con el que tenemos algún tipo de litigio personal? Y, sobre todo, si varios grupos coinciden en creer en un Dios, el que sea, y lo que les diferencia es el nombre que le damos, o la parte de la doctrina asignada a su existencia, ¿por qué enfrentarnos por esos detalles y no unirnos por la idea general, esto es, la existencia de un ser superior? Ninguna de estas preguntas tendrá una sola respuesta, probablemente, pero todas las posibles respuestas tienen un factor en común: el ser humano y sus miserias y grandezas.
   Quizá por eso me gusta hacer una reflexión “trascendente” sobre todos los hechos históricos que voy conociendo. Quizá por eso me entusiasma la literatura y las pequeñas historias “ficticias” que nos transmiten. Detrás de los grandes momentos históricos hay una historia pequeña, personal, de ambición y poder o de deseos de un mundo mejor. Detrás, o delante, de todos ellos está el hombre.


[1] SARAMAGO, José, In Nomine Dei, Editorial  Caminho, SA, Lisboa, 1993.
[2] Münster es una ciudad de Renania del Norte-Westfalia, Alemania.
[3] EGIDO LÓPEZ, Teófanes, Las reformas protestantes, Madrid, Síntesis, 2010, pág. 182.
[4] SANZ DE BREMOND MAYÁNS, Ana, Reforma y Contrarreforma, documento proporcionado por nuestro profesor de Historia David Alonso García.
[5] Obra citada, pág. 183.
[6] Obra citada, pág. 183.
[7] El milenarismo es la doctrina según la cual Cristo volverá para reinar sobre la Tierra durante mil años, antes del último combate contra el Mal, la condena del diablo al perder toda su influencia para la eternidad y el Juicio Universal. Tuvo influencia en la Iglesia del Siglo II de la era cristiana, en la Edad Media, y finalmente entre los protestantes fundamentalistas.

[8] Como tal lo considera la autora citada Ana Sanz de Bremond; Egido (pág. 184 de la obra citada) también lo entiende así y lo califica como “ensayo originalísimo, entre cómico y trágico”. Yo pienso que lo sucedido en Münster tiene poco o nada de cómico y todo de trágico.
[9] Se refería a Jan Matthys.
[10] Obra citada, pág. 185.
[11] El nuevo Israel se fijaba en la sociedad patriarcal del antiguo, pero también intentaba afrontar el problema de la desproporción poblacional: en aquel Münster elegido por Dios cada vez iban quedando menos varones. Así, se obligó a todos los que estaban en edad casadera a tomar las mujeres que quisieran y a estas, a aceptar al primero que las solicitase. Las resistencias a esta medida fueron acalladas con la ejecución.
[12] Obra citada, págs. 185 y 186.

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