martes, 12 de marzo de 2013

Comunidades de Castilla

Comunidades de Castilla

Introducción

   Pocos acontecimientos históricos han tenido tanta resonancia en España como la guerra de las Comunidades de Castilla, levantamiento armado de los denominados comuneros ocurrido en la Corona de Castilla desde el año 1520 hasta 1522, en los comienzos del reinado de Carlos I. Las ciudades protagonistas fueron las del interior castellano situándose a la cabeza de las mismas las de Toledo y Valladolid. Su carácter ha sido objeto de debate historiográfico con posturas y enfoques contradictorios. Algunos estudiosos califican este hecho como una revuelta antiseñorial; otros, como una de las primeras revoluciones burguesas de la Era Moderna[1]; y otros opinan que se trató más bien de un movimiento antifiscal y particularista, de índole medievalizante[2]

Toledo, cuna de la primera Comunidad
 Orígenes y materialización del conflicto

   La situación que llevó en 1520 a la Guerra de las Comunidades se había ido gestando en los años previos a su estallido. El siglo XV, en su segunda mitad, había supuesto una etapa de profundos cambios políticos, sociales y económicos. El equilibrio alcanzado con el reinado de los Reyes Católicos se rompe al llegar el siglo XVI. Este comenzó con una serie de malas cosechas y epidemias que, junto a la presión tributaria y fiscal provocó el descontento de la población, colocándose la situación al borde la revuelta. La zona que más sufre en este contexto es la zona central, en contrapeso con la periférica, que apaciguaba sus males con los beneficios del comercio. Burgos y Andalucía representaban esa zona periférica y comercial respecto a la Meseta Central, con Valladolid y Toledo a la cabeza.
   Así las cosas, la proclamación de Carlos de Gante como rey de Castilla y Aragón en Bruselas el 13 de marzo de 1516, a los dieciséis años de edad, no fue muy bien acogida en España pues, según el testamento de Fernando el Católico, mientras viviera su madre, la reina Juana, Carlos solo sería gobernador general. Su juventud y su desconocimiento de la lengua de los reinos que venía a regir no causaron una buena impresión entre sus nuevos súbditos. Con Carlos llegaron algunos señores flamencos, ávidos de riqueza, que lo aislaban de los castellanos. El descontento afloró en las preceptivas Cortes para reconocer y proclamar al heredero de los Reyes Católicos como rey. Las reticencias de las Cortes de Castilla fueron ampliamente superadas por las aragonesas y las catalanas, obligando al príncipe y a la Corte a una dilatada estancia fuera de Castilla que molestó a los naturales de este reino, encabezando las reivindicaciones la ciudad de Toledo.
   El día 31 de marzo de 1520, en ausencia de los procuradores de Toledo y Salamanca, abrían sus sesiones las Cortes castellanas a las que Carlos I solicitaba un subsidio de trescientos millones de maravedíes. En medio de acaloradas discusiones fueron transcurriendo las sesiones, manifestando su parecer en las votaciones contrario a los intereses de la Corona. La suspensión de las Cortes y su traslado a la Coruña donde Carlos había de embarcar para Flandes; y las presiones ejercidas sobre los procuradores acabaron doblegando la voluntad de estos.
   A pesar de conocer el malestar general y la peligrosa situación en que se encontraba la ciudad de Toledo –cabeza de la reacción-, el rey abandonó Castilla rumbo a Alemania para tomar posesión como emperador del Sacro Imperio Germánico, encargando el gobierno del reino durante su ausencia a Adriano de Utrecht. Las ciudades recibieron de mal grado a los procuradores que habían votado a favor del subsidio real y, “víctimas de un contagio rapidísimo y singular”[3], fueron constituyéndose en comunidades, cuya dirección se encomendó a una Junta Santa.
   Desde los primeros momentos, la Junta procedió a tomar medidas para la gobernación del reino, medidas cuya legitimidad fue necesario justificar habida cuenta de la presencia del gobernador Adriano y del propio Consejo Real. En este sentido, tanto la Junta como las ciudades justificaron su actitud desde el supuesto de que se acudía a reparar (o restaurar) un orden jurídico que se consideraba alterado. Tal restauración se interpretaba por tanto como un derecho subjetivo que les había sido usurpado a las corporaciones urbanas. Esta reclamación se exigía ante la ausencia del rey, que los comuneros equiparaban a una situación de minoría regía en la que el reino tenía, entonces, “derecho” a intervenir. Desde esta interpretación, lo que los comuneros reclamaban no era otra cosa que el derecho a que los gobernadores fueran “naturales, elegidos a contento del reino”[4]. Era precisamente la no observación de este requisito lo que justificaba tanto la lucha armada como las propias medidas de gobernación adoptadas por la Junta.
   El desplazamiento de la Junta a Tordesillas se explica por el deseo de legitimar aún más su proceder colocándose junto a la reina Juana para proclamar su soberanía y devolver la estabilidad perdida al reino. Desde esta ciudad, los comuneros declararon disuelto el Consejo Real y acordaron no obedecer las órdenes de Adriano de Utrecht. Al mismo tiempo continuaron la incautación de rentas reales, iniciada desde el incendio de Medina de Rioseco el 21 de agosto de 1521, y destinada al sostenimiento de la organización. Paradójicamente, la Junta no aprovechó la coyuntura que se le ofrecía para extender sus posiciones, dominada por la idea de ofrecer una imagen de movimiento “ordenado”. Esta actitud resultó decisiva en los últimos meses de 1520, ya que permitió la recomposición del bando realista. En septiembre, el emperador incorporó al almirante de Castilla y al condestable a la gobernación, reorganizándose también el ejército. El 31 de octubre, los gobernadores declaran la guerra a la Junta.
   Para los realistas, el primer objetivo, lógicamente, era Tordesillas, para cuya toma procedieron a concentrar tropas en torno a Medina de Rioseco. Contra ellos la Junta envió a un noble, Pedro Girón. Sorprendentemente, teniendo en cuenta su superioridad inicial, Girón se limitó a exhibir sus tropas ante la villa, permitiendo que los realistas reforzasen sus filas (lo cual, posteriormente, extendió las sospechas de que Girón no había querido enfrentarse con su propio estamento). Finalmente, el 2 de octubre los comuneros levantaron el campo para dirigirse hacia Villalpando, dejando a Tordesillas desguarnecida. El 5 de diciembre la villa caía en manos de los realistas, que se hicieron al mismo tiempo con la persona de la reina.
   A pesar de un intento de revigorización del movimiento por parte de Toledo y Valladolid, las tropas comuneras no realizaron desde este momento ninguna acción de envergadura e incluso se aprovechó la ocasión para reanudar negociaciones con los gobernadores buscando una salida a la situación. En este contexto, la toma de Torrelobatón (plaza fuerte a medio camino entre Tordesillas y Medina) por las tropas comuneras servirá para producir su definitivo acantonamiento[5], empezando a sufrir además los efectos de abundantes deserciones.
   Los gobernadores, informados de la existencia de fuertes disensiones entre los comuneros acerca de la estrategia a seguir, aprovecharon la situación para reforzar sus efectivos, a pesar de lo cual Padilla no realizó ningún tipo de movimiento. Cuando finalmente se decidió a hacerlo, dirigiéndose hacia Toro, fue alcanzado y derrotado por las tropas realistas en Villamar, el 23 de abril de 1521.
   La derrota de Villamar sería así el acto final de una revuelta, la de las Comunidades, cuyos principales cabecillas, Padilla, Bravo y Maldonado, hechos prisioneros, fueron ajusticiados en el mismo lugar al día siguiente de la batalla. Poco después irían extinguiéndose los últimos focos rebeldes: Segovia, Madrid, Murcia y Toledo, ciudad esta que volvería a sublevarse en 1522 animada por María Padilla, la viuda de Padilla que, al fin, huida a Portugal, sería condenada a muerte y su casa arrasada.

Ajusticiamiento de los capitanes comuneros.
Visto por Antonio Gisbert, año 1860
Consecuencias[6]

   Las consecuencias fundamentales de la Guerra de las Comunidades fueron la pérdida de la elite política de las ciudades castellanas, en el plano de la represión real, y en las rentas del Estado. El poder real se veía obligado a indemnizar a aquellos que perdieron bienes o sufrieron daños en sus posesiones durante la revuelta. Las mayores indemnizaciones correspondieron al Almirante de Castilla, por los daños sufridos en Torrelobatón y los gastos ocasionados en la defensa de Medina del Rioseco. Le seguían el Condestable y el obispo de Segovia.
   La forma de pago de estas indemnizaciones se solucionó mediante un impuesto especial para toda la población de cada una de las ciudades comuneras. Estos impuestos mermaron las economías locales de las ciudades durante un período aproximado de veinte años, debido a la subida de precios. De igual modo, la industria textil del centro de Castilla perdió todas sus oportunidades de convertirse en una industria dinámica.
   La nobleza queda definitivamente neutralizada frente a la triunfante monarquía autoritaria; su segmento alto o aristocracia, se vio compensada por su apoyo al emperador, pero quedando clara la subordinación de súbditos a monarca. Las Cortes de Toledo de 1538, últimas a las que se convocó a la nobleza como brazo o estamento, sancionaron esa nueva forma de gobernar la Corona de Castilla, pieza central de lo que ya puede llamarse la Monarquía Católica o Monarquía Hispánica de los Habsburgo.

Conclusión

   Como conclusión de este breve recorrido por la génesis y evolución de un movimiento que afectó a parte importante de la España de entonces querríamos adherirnos a las preguntas que formula el profesor Pedro Luis Lorenzo Cadarso[7]: ¿fueron las Comunidades un movimiento de contenidos arcaicos o crisis de estructura moderna? ¿Aquella rebelión se expresó con contenidos medievales o, por el contrario, fue una revuelta que anunciaba tiempos venideros? ¿Movimiento de libertad política, la buscada por sus protagonistas primeros o triunfo esencial del Absolutismo Monárquico? Estas preguntas han determinado, esencialmente, el debate historiográfico bastante posterior a los hechos.
   En cualquier caso, el suceso protagonizado por la sociedad castellana[8] en los inicios de la Edad Moderna ha tenido una trascendencia posterior ya que a veces ha sido mitificado y utilizado políticamente, en particular a partir de la visita del Empecinado[9] a Villamar el 23 de abril de 1821, con motivo del III centenario de la “derrota” (tal y como era sentida por los liberales). Los intelectuales conservadores o reaccionarios adoptaron posturas más favorables a la postura imperial y críticas hacia los comuneros. Más recientemente, desde principios de la Transición, se comenzó a conmemorar esa derrota cada 23 de abril, alcanzando finalmente, con la conformación de la comunidad autónoma de Castilla y León, el estatus de día de la Comunidad.

Bibliografía utilizada

FERNÁNDEZ ALBADALEJO, Pablo, “Los Austrias mayores”, en Historia de España, Vol. 5, Barcelona, Planeta, 1988.
MARAVALL, José Antonio, Las comunidades de Castilla, Madrid, Alianza Editorial, 1979.
MARTÍNEZ GIL, Fernando (coord.), En torno a las Comunidades de Castilla, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2002.
MARTÍNEZ RUÍZ, Enrique, GIMENEZ, Enrique, ARMILLAS, José Antonio y MAQUEDA, Consuelo, Introducción a la Historia Moderna, Madrid, Istmo, 2000.
MEJÍA, Pedro, Relación de las Comunidades de Castilla, Barcelona, Muñoz Moya y Montraveta, editores S. A., 1985.
Wikipedia, Guerra de las Comunidades de Castilla.




[1] En esta línea estaría José Antonio Maravall, el cual en la introducción a su libro Las comunidades de Castilla, subtitulado “Una primera revolución moderna”, analiza los aspectos que pueden calificar la guerra de Las Comunidades de “revolución moderna”. En el mismo sentido se expresa el prologuista de la obra de Pedro Mejía, Relación de las Comunidades de Castilla. Miguel Ángel Muñoz Moya afirma, en la pág. VI del citado libro: “Decimos revolución comunera porque efectivamente la guerra de las Comunidades de Castilla contra el poder imperial fue el primer esbozo, fallido, de lo que luego se conocería en Europa con el nombre de revoluciones burguesas”.
[2] Esta visión es la que sostiene Gregorio Marañón en su libro Antonio Pérez (1954, tomo I, págs. 126-127) que afirma que los comuneros eran unos reaccionarios en todos los sentidos: políticamente, se situaban a la derecha; socialmente, la guerra de las Comunidades, más que un movimiento popular, fue esencialmente una algarada feudal; cultural y espiritualmente, defendieron los sublevados de 1520, sometidos a la influencia de “clérigos y frailes”, un catolicismo cerrado, intransigente, inquisitorial, frente a los “vientos de Europa” que llevaban consigo los consejeros flamencos del emperador.
[3] En  MARTÍNEZ RUIZ, Enrique, GIMENEZ, Enrique, ARMILLAS, José Antonio y MAQUEDA, Consuelo, Introducción a la Historia Moderna, Madrid, Istmo, 2000, pág. 131.
[4] Pedro Mejía, Relación de las Comunidades de Castilla, Barcelona, Muñoz Moya y Montraveta, editores S.A., pág. 84.
[5] Alojamiento de las tropas militares en diversos lugares.
[6] Este apartado lo hemos trascrito literalmente de Wiquipedia. En las referencias bibliograáficas de esta página se cita el libro de Joseph Pérez, Los comuneros. Por lo que hemos podido indagar, este hispanista francés considera el suceso de las Comunidades de Castilla como “símbolo de las libertades burguesas”. Agradecemos la intervención de nuestro profesor David Alonso en nuestra exposición del tema porque nos ha hecho darnos cuenta de que este párrafo puede ser una visión personal del citado autor acerca del “balance” del conflicto y, por tanto, no necesariamente exacta.
[7] “La protesta popular: oportunidades, identidades colectivas y recursos para la movilización”, en En torno a las Comunidades de Castilla, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2002, pág. 518.
[8]  En principio, todos los sectores de esa sociedad se sintieron acorde con la protesta; Maldonado, en su Historia de la revolución conocida con el nombre de las Comunidades de Castilla (1840), hizo referencia a que el levantamiento fue impulsado por un furor general, que acometió a todos los grupos.  
[9] Juan Martín Díez, llamado «el Empecinado», fue un militar español, héroe de la Guerra de la Independencia española en la que participó como jefe de una de las guerrillas legendarias que derrotaron repetidas veces al ejército napoleónico.

2 comentarios:

  1. Magnífico Gloria. Si bien hay algún punto discutible, en general has realizado un estupendo trabajo.

    A destacar la utilización de notas, esto es, uno de los elementos de identificación de trabajos científicos.

    Atentamente,
    David Alonso

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